Centro de Psicología y Terapias Alternativas de Tomares y Sevilla.

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jueves, 14 de marzo de 2013

CARTA DEL GRAN JEFE SEATTLE, DE LA TRIBU DE LOS SWAMISH


CARTA DEL GRAN JEFE SEATTLE, DE LA TRIBU DE LOS SWAMISH,

A FRANKLIN PIERCE PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.

         En 1854, el Presidente de los Estados Unidos de América, Franklin Pierce, hizo una oferta por una gran extensión de tierras en el noreste de los Estados Unidos, en la que vivían los indios Swaminsh, ofreciendo en contrapartida crear de una reserva para el pueblo indígena. La respuesta del Jefe indio Seattle, que trascribimos a continuación, ha sido considerada, a través del tiempo como uno de los más bellos y profundos manifiestos a favor de la defensa del medio ambiente.

         El Gran Jefe de Washington envió palabra de que desea comprar nuestra tierra. El Gran Jefe nos envía también palabras de amistad y buena voluntad. Apreciamos mucho esta delicadeza porque sabemos la poca falta que le hace nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco vendrá con sus armas de fuego y tomara nuestras tierras. El Gran Jefe de Washington puede confiar en la palabra del Gran Jefe Seattle, con la misma certeza que confía en el retorno de las estaciones. Mis palabras son inmutables como las estrellas del firmamento.

         ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?, esta idea nos parece extraña.

         Si no somos dueños de la frescura del aire, ni del brillo del agua, ¿Cómo podrán ustedes comprarlos?

         Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo, cada aguja brillante de pino, cada grano de arena de las riberas de los ríos, cada gota de rocío entre las sombras de los bosques, cada claro en la arboleda y el zumbido de cada insecto son sagrados en la memoria y tradiciones de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo los recuerdos del hombre piel roja.

         Los muertos del hombre blanco olvidan la tierra donde nacieron cuando emprenden su paseo por entre las estrellas, en cambio nuestros muertos, nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas, el venado, el caballo, el gran águila, todos son nuestros hermanos. Las escarpadas montañas, los húmedos prados, el calor de la piel del potro y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.

         Por esto, cuando el Gran Jefe Blanco de Washington manda decir que desea comprar nuestra tierra, pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco nos dice que nos reservará un lugar donde podamos vivir cómodamente. El se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no es fácil, ya que esta tierra es sagrada para nosotros. Esta agua cristalina que escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es solamente agua, sino también la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, ustedes deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a sus hijos que ella es sagrada y que los reflejos misteriosos sobre las aguas claras de los lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua de los ríos es la voz del padre de mi padre. Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan a nuestras canoas y nos dan peces para alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deberán recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también los suyos, y por tanto deberéis tratar a los ríos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.

         Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Tanto le importa un trozo de nuestra tierra como otro cualquiera, pues es un extraño que llega en la noche a arrancar de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga y una vez conquistada la abandona, y prosigue su camino dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle nada. Roba a la tierra aquello que pertenece a sus hijos y no le importa nada. Tanto la tumba de sus padres como los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra y a su hermano, el cielo, como cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fuesen corderos o collares que intercambian por otros objetos. Su hambre insaciable devorará todo lo que hay en la tierra y detrás suyo dejaran tan sólo un desierto.

         Yo no entiendo, nuestro modo de vida es muy diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos del piel roja. Tal vez sea por que el hombre piel roja es un salvaje y no comprende nada. No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar como se abren las flores de los árboles en primavera, o el movimiento de las alas de un insecto. Pero quizás también esto se deba a que soy un salvaje que no comprende bien las cosas. El ruido de las ciudades parece insultar los oídos. Y yo me pregunto, ¿ qué tipo de vida tiene el hombre si no puede escuchar el canto solitario del chotacabras, ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un lago?. Soy un piel roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie del lago, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía, o perfumado por la fragancia de los pinos.

         El aire es algo precioso para el piel roja, ya que todos los seres comparten el mismo aliento, el animal, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no siente el aire que respira, como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire es precioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros antepasados el primer soplo de vida, también recibió de ellos su último suspiro. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deberán conservarlas sagradas, como un lugar en donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.

         Queremos considerar su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto miles de búfalos pudriéndose en las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que les disparo desde el caballo de hierro sin ni tan solo pararlo. Yo soy un salvaje y no comprendo como el humeante caballo de hierro pueda importar más que el búfalo al que nosotros solo matamos para poder vivir. ¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos los animales fuesen exterminados, el hombre también perecería de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra a los animales pronto habrá de ocurrirle también al hombre. Todas las cosas están relacionadas entre si.

         Deben de enseñarle a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros antepasados. Digan a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestro pueblo, a fin de que sepan respetarla. Es necesario que enseñen a sus hijos, lo que nuestros hijos ya saben, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que ocurra a la tierra, le ocurrirá también a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen en el suelo, se están escupiendo así mismos. Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. . Esto es lo que sabemos: todas las cosas están ligadas como la sangre que une a una familia. El sufrimiento de la tierra se convertirá en sufrimiento para los hijos de la tierra. El hombre no ha tejido la red que es la vida, solo es un hilo más de la trama. Lo que hace con la trama se lo está haciendo a sí mismo.

         Nuestros hijos ha visto como sus padres eran humillados mientras defendían su tierra. Nuestros guerreros han sentido vergüenza, y ahora pasan sus días ociosos, mientras contaminan sus cuerpos con comida dulce y agua de fuego. Importa poco donde pasaremos el resto de nuestros días, no son demasiados. Unas pocas horas, unos pocos inviernos y ninguno de los descendientes de las grandes tribus que alguna vez vivieron sobre esta Tierra, estarán aquí para lamentarse sobre las tumbas de una gente que un día tuvo poder y esperanza. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, quedará exento del destino común. Quizás seamos hermanos a pesar de todo, ya se vera algún día. Sabemos una cosa que quizás el hombre blanco tal vez descubra algún día, el Dios nuestro y el de ustedes es el mismo Dios. Ustedes creen que Dios les pertenece, de la misma manera que desean que nuestras tierras les pertenezcan, pero no es así. Él es el Dios de todos los hombres y su compasión se extiende por igual entre los pieles rojas y los caras pálidas.

         Esta tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su Creador y se provocaría su irá. También los blancos se extinguirán, quizás antes que todas las otras tribus. Contaminan sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios desechos. Ustedes caminan hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos porqué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se impregnan los rincones secretos de los densos bosques con el olor de tantos hombres y se obstruye la visión del paisaje de las verdes colinas con un enjambre de alambres de hablar.

 

¿Dónde está el matorral? Destruido

¿Dónde esta el águila? Desapareció

Es el final de la vida y el inicio de la supervivencia.

 

ÉRIC-EMMANUEL SCHMITT, DRAMATURGO, ESCRITOR, GUIONISTA Y DIRECTOR DE CINE


ÉRIC-EMMANUEL SCHMITT,


DRAMATURGO, ESCRITOR, GUIONISTA Y DIRECTOR DE CINE


 

Hay dos opciones, o habitas el misterio con miedo y angustia o lo haces con fe, es decir, confianza.

De eso hablan todos mis libros y películas, de personajes que confían en lo desconocido, que viven con los brazos abiertos y que luchan contra las fuerzas negativas, la angustia y el miedo.

¿Y usted vive como sus personajes?

Sí, siempre estoy de buen humor, lo que sorprende a la gente, y soy infinitamente curioso. Una cosa que me ayuda a disfrutar de la vida es la imaginación, que me permite explorar todas las puertas del presente.

¿Cómo aplica la imaginación a la realidad?

La imaginación es dejarse invadir por el mundo y por la gente. Cuando estoy frente a alguien, me dejo penetrar por todas las sensaciones y las imágenes que emanan de ese individuo; es un conocimiento empático.

¿Y desde cuándo?

Tenía 29 años, me apunte a un viaje de aventura: diez días caminando por el desierto del Sáhara y me perdí.

¿Sin agua y sin comida?

Sí. Llegó la noche y pensé que iba a morir de miedo, pero ocurrió todo lo contrario. Me invadió la confianza, pasé una noche mística. Entré en ese desierto ateo y salí creyente. Me costó años poder hablar de ello, pero terminé confesando porque siempre me preguntan de dónde viene el optimismo de mis obras, y la fuente viene del desierto. Habito la vida con confianza.

¿No era así de niño?

Era alegre, pero extremadamente angustiado, tenía miedo a la nada y la idea de que la vida era inútil, un puro fenómeno material; hoy creo que es algo más que una agitación de moléculas y que todo está justificado.

Pues me ha partido el corazón.

El tema que trato en Cartas a Dios es duro, pero es una película optimista; un himno a la vida aunque la vida sea breve y frágil. Creo que hay que amar la vida como es, sin ilusiones, sabiendo que es corta, vulnerable y llena de dolor.

¿Cuándo fue la primera vez que se acercó a niños terminales?

Mi padre era fisioterapeuta y trabajaba con ellos. Desde que cumplí los ocho años, todos los jueves y los sábados, me llevaba con él al hospital; así que crecí pensando que lo normal era estar enfermo y lo excepcional tener salud.

¿Aprendió algo?

Al principio tuve miedo; luego aprendí que no tenía que permitir que la enfermedad construyera un muro entre ellos y yo. Y hablo de ello en la película: los padres de Oscar ven la enfermedad de su hijo en lugar de a su hijo, y el niño no lo entiende; cree que no le quieren. No hay que dejar que las situaciones se interpongan entre las personas.

Qué difícil es eso.

Ya adulto acompañaba a una amiga que iba a los hospitales de voluntaria. Jugando con los niños descubrí que son mucho más francos y directos. Cuando están en situaciones frágiles, quieren hablar de la enfermedad, de la muerte, de todo lo que les ocurre. Son los adultos los que están asustados, y crean angustia con su silencio e hipocresía.

Su película tiene algo muy profundo.

Un amor visceral por la vida tal y como es; no tal y como quisiéramos que fuera. Para mí, ser feliz no es tener una vida distinta a la que tengo, es entrar completamente en la que tengo; no es protegerse del dolor o la desgracia, es integrarlos en las tramas de la existencia. Con la misma vida puedes ser feliz o desgraciado; es una actitud mental.

¿Una actitud que usted ha aprendido?

Sí, puedes luchar contra tu negatividad y pesimismo. Eso quiere decir que la inteligencia y la experiencia pueden servir para algo.

Se adivina que ha vivido la muerte.

Sí, he acompañado a personas cercanas, a veces en largas agonías, y me ha hecho entender que era urgente amar y decir que amas; no hay tiempo que perder.

Sus mujeres son fuertes y tiernas.

Para mi el hombre es simplicidad y la mujer complejidad. Cuando una mujer dice no, nunca quiere decir no, ni cuando dice sí. La mujer es paradójica, es fuerza y herida. Si no veo su herida, no puedo entenderla.

¿Cómo es su madre?

Una fuerza sin ambigüedad ni ambivalencia. Creo que mi madre es un hombre.

¿Qué quiere contar?

Tengo una obsesión: mostrar que cada uno de nosotros podría haber sido el otro. Incluso escribí un libro sobre Hitler para demostrar que convertirse en un bárbaro está al alcance de cualquiera. Hay una búsqueda ética: cultivar lo mejor en lugar de cultivar lo peor, y por tanto una dimensión moral.

Cuesta trabajo ser bueno.

Sí, el mal se hace rápido y el bien es laborioso. En un segundo lo puedes destruir todo; por ejemplo, con un niño o en el amor con una sola frase.

¿Cómo se aprende la confianza?

Aceptando que no todo es racional, aceptando abrir las puertas de la sensibilidad y la irracionalidad de la vida. Hay que amar la necesidad y todo lo inevitable.

Pensar no es bueno para tener confianza.

Cierto. El pensamiento es el espíritu crítico, pero es necesario pensar hasta que llegas a ese umbral en el que el pensamiento ya no sirve para nada y ahí has de tirarte de cabeza: o al miedo o a la confianza.

 

“LA SERPIENTE EMPLUMADA”


“LA SERPIENTE EMPLUMADA”

….”Tenia yo ya el bastón en mi mano derecha. Lo dejé caer para apoyarme en el respaldar de la banca y con la mano izquierda pude tocar la parte dolorida de mi pierna. Cuando estaba inclinado me di cuenta de lo que acababa de decir, y levanté la cabeza para mirar a este hombre, sintiendo que tenía el rostro encendido de vergüenza. Pero él sonreía inmutable, y con la misma expresión cariñosa y amable, dijo como si fuera la cosa más natural del mundo:

-Amén.

Tan violento fue el choque que esto me produjo, que no pude contener la risa y fue necesario que me tapase la boca con la mano para no provocar un escándalo. Acababa yo de decir una barbaridad ante este hombre que, a todas luces, tomaba muy en serio esta función religiosa.

Sin embargo, no sólo no se había mostrado violento ni molesto, sino que incluso había disipado mi vergüenza y mi culpabilidad de un modo tal que yo había caído en la más franca hilaridad.

Porque así como soy violento, tengo la risa fácil. Lo uno va con lo otro.

Hice un esfuerzo y me repuse hasta donde pude. Tomé el bastón y comencé a salir con mi acostumbrada torpeza. Este hombre ni siquiera hizo un ademán para ayudarme, y por ello me sentí agradecido. Su "amén" ya era una concesión notable a mi debilidad.

Cuando estuvimos afuera, sin embargo, me consideré obligado a darle una explicación, de modo que lo detuve y le dije:

-Señor, le ruego perdonarme. Créame que ha sido una exclamación involuntaria. El dolor fué muy agudo.

-Comprendo,- me dijo él. Esos dolores son verdaderamente agudos. Dadas las circunstancias, su exclamación es natural. No tiene porqué disculparse ante mí.

Confieso que pasó mucho tiempo antes de que entendiese su frase. Aun ahora me parece inexplicable. Pero en ese momento ni pensé en ello ya que estaba preocupado en formular mis disculpas y corresponder con decoro a las deferencias que él había tenido conmigo, de modo que le dije:

-Me doy cuenta de que mi exclamación debe haberle herido en su devoción. Ha sido Ud. demasiado deferente conmigo y no quisiera producirle un desagrado. Al fin y cabo, mi devoción no es igual a la suya; yo no vengo al templo a adorar ni a pedir perdón por mis pecados porque sé que no tienen perdón y que, además, no lo merezco. Vengo a pedir ayuda para menesteres muy poco espirituales. Como podrá Ud. ver, sumo un pecado a otro, y todo por un dolor en la pierna.

Fué en esta oportunidad en que me endilgó su primera paradoja. Hablando muy intencionada y pausadamente, dijo:

-Lo mismo que el bien y la virtud, el pecado y el mal sólo pueden darse en la vigilia. Quien duerme, duerme; para el dormido no hay pecado, como no hay bien ni hay virtud. Hay solamente sueño.

Lo miré expresando cierta sospecha de hallarme frente a un loco, pero su mirada era tan limpia, estaba tan fija en mis ojos, sin por ello ser impertinente, que vacilé antes de completar mi juicio. No dije nada. Él continuó:

-En realidad, nadie peca deliberadamente; nadie puede hacer el mal deliberadamente. En el sueño las cosas son como son y de la única manera en que pueden ser. Cuando se está dormido, no se tiene control ni dominio sobre lo que ocurre en los sueños.

-Confieso que no puedo entenderle,- dije.

-Es solamente natural que así sea. Olvide este incidente que no tiene mayor importancia.

-Pero mucho me temo que le haya herido a Ud. con esa expresión totalmente involuntaria.

-No, no me ha herido Ud. en forma alguna. Se ha herido a sí mismo. La inmensa mayoría de los hombres se hieren a sí mismos en esa forma, justamente porque casi todo cuanto piensan, sienten y hacen es involuntario.

-Me agradaría poder comprenderle. Lo que me dice es muy confuso y lamento que mis preocupaciones no me permitan reflexionar sobre el sentido de sus palabras.

-Aún en el sueño el hombre tiene cierto poder de elección, muy limitado por cierto; pero lo tiene. De todos modos, cuando lo ejercita, este poder aumenta. Si su interés en comprender es sincero y profundo no le será difícil darse cuenta de que el hombre dormido puede elegir entre despertar y seguir durmiendo.

No estaba yo interesado en acertijos de esta especie. Sin embargo, me atrajo la manera de hablar de este hombre. Pero tenía prisa en llegar a mi oficina para ver si se había cumplido o no mi último pronóstico. Además, la crisis general en Europa nos traía a todos muy atareados, de modo que mi ánimo no estaba predispuesto a meditar en las cosas que acababa de oír. Para no pecar de grosero, le dije:

-Seguramente lo que Ud. dice es muy cierto. Al menos, en mi caso así lo es. Me siento aliviado de no haberle ofendido en sus sentimientos religiosos. Trataré de ser más cuidadoso en el futuro. Ahora le ruego me disculpe, pues debo ir a mi trabajo.

Estaba a punto de decirle el acostumbrado "hasta luego", cuando él me interrumpió:

-No tengo rumbo fijo, de modo que si me lo permite le acompañaré.

Yo siempre había evitado la compañía de amigos y conocidos, sabiendo que mi cojera les producía impaciencia en vista de que yo debía poco menos que arrastrar la pierna herida. Y estaba a punto de decirle que no, que tenía mucha prisa, cuando advertí lo incongruente de mi disculpa. No podía, en forma alguna, hablar yo de andar aprisa. No sabiendo que hacer, sólo atiné a decirle:

-Con el mayor gusto.

Pero interiormente hervía de rabia. Este hombre se imponía sobre mi voluntad de una manera tan suave, y a la vez tan resuelta, que no pude ocultar mi irritación y comencé a moverme en silencio. Cada uno de sus gestos fué, sin embargo, considerado. Mientras yo bajaba dificultosamente los escalones del templo hacia la vereda, él me dijo que se adelantaría a comprar cigarrillos.

Cuando nuevamente estuvimos juntos, jugó con el paquete y al llegar a la esquina no tuvo aquel piadoso gesto, que tanto me irritaba en los demás, de ayudarme a cruzar hacia la vereda opuesta. Caminó a mi lado muy naturalmente, como si mi andar fuese el de un hombre normal. No obstante, me parece que él captó mi irritación interior, pues me dijo:

-Los dolores como el que Ud. sufre son lo que Ud. expresó en la iglesia. Y me agradaría que lo arrojase fuera de sí.

Esto únicamente aumentó mi irritación. Estuve a punto de decirle que la compasión me era enfermante y que, de todos modos, a él mal podía en verdad importarle si yo estaba o no sufriendo un dolor. Pero algo me contuvo, y guardé silencio. Caminábamos a mi paso, muy lentamente.

Durante un trecho ambos guardamos silencio. Comencé a recordar que a mi vez, en más de una oportunidad, yo también había deseado vivamente la desaparición de los dolores que sufrían otros heridos más graves, especialmente en los hospitales de sangre. De modo que pensé que quizás este hombre no era un hipócrita al decirme lo que sentía con respecto a lo mío. Comencé a sentirme más tranquilo y a la vez cobré más confianza hacia él. Me ofreció un cigarrillo y al observar mi ademán de buscar fósforos en el bolsillo, con el bastón colgado al brazo, me dejó hacer. Sentí simpatía por él, y decidí confiarle mi bochornoso secreto:

-Espero no ofenderlo con lo que le voy a decir, pero la realidad es que acudo a la iglesia a ver si ayudándome con las oraciones obtengo un poco más de entendimiento con que desempeñarme mejor en mi empleo. Espero así ganarme un aumento de sueldo. Lo necesito y trabajo horas extras para poder costear la operación de mi pierna y quedar sano. Pero no piense Ud. que yo espero que me ocurra un milagro; pido, además, otras cosas que quizás sean demasiado mezquinas.

-Comprendo, me dijo.

-Espero poder juntar la suma necesaria dentro de poco. Cuando pueda caminar bien podré trabajar mejor y hacerme de una carrera y de un nombre.

-Por lo visto tiene Ud. un propósito bastante preciso.

-Bueno; sin un propósito preciso es muy poco lo que uno puede hacer, le dije.

-Es una gran cosa tener un propósito preciso, saber lo que se quiere. Es mucho más importante de lo que los más imaginan. Pero son muy contados los hombres que realmente saben lo que quieren en la vida; algunos creen saberlo, pero se equivocan. Confunden los fines con los medios que usan, y a veces sucede que los medios son su verdadera finalidad. Pero como los ven como medios, porque no pueden ver más ni mejor, utilizan grandes y sublimes medios para fines bastantes mezquinos. Así es como se prostituye el conocimiento.

Este comentario me produjo un malestar interior y contesté:

-¿Se refiere Ud. a mi caso, al hecho de que no acudo a la iglesia con fines espirituales?

- No,- me dijo él-. Hablo en términos generales. No creo que Ud. me haya autorizado para tratar directamente las cosas íntimas suyas. Por lo demás, cuando quiero decir una cosa la digo directamente y sin rodeos.

- Quizás le llame a Ud. la atención mi actitud en la iglesia. Pero es el caso que no sé rezar, tampoco sé adorar. Sólo sé pedir, y pido a mi manera. La religión dejó de interesarme por muchas razones.

-Pero, por lo visto, Ud. no ha perdido la fe y eso es lo único que verdaderamente importa.

Tanto más en su caso particular. Hay mucho que decir sobre la fe. Es algo que debe crecer en el hombre. Y en cuanto a saber rezar, es más sencillo de lo que Ud. supone. En nuestros tiempos se ha complicado mucho el sentido de la oración. Yo opino que cuando se sabe lo que se quiere y se lucha por alcanzarlo, aún cuando no se lo formule en palabras, se está en permanente oración.

Alguna vez leí en alguna parte que todo querer profundo es una oración y que jamás queda sin respuesta; el hombre siempre recibe aquello que pide. Pero como por lo general el hombre no sabe lo que su corazón realmente quiere, tampoco sabe pedir lo que mejor le conviene.

De ahí que estime que el Padre Nuestro, por ejemplo, es una oración accesible tan sólo a un corazón sediento de verdad y hambriento de bien. Todo verdadero milagro estriba en eso, pero el hombre moderno ya no lo ve en esta forma, y también ha perdido el verdadero sentido de lo milagroso. Lo busca fuera de sí mismo, en lo fenomenal. El hombre moderno ha olvidado muchas cosas sencillas y este olvido es la verdad subyacente en el concepto del pecado original.

- Yo no creo en los milagros, repuse.

- Es posible que tal sea su formulación. Pero permítame que ponga en duda sus palabras.

- ¿Cómo no voy a saber lo que yo mismo creo?

- Los hechos lo revelan. Es muy sencillo, si los observa bien. Si Ud. no creyese en lo milagroso no acudiría a la iglesia.

Y sin darme una oportunidad para responder, se despidió diciendo:

- He disfrutado mucho de su compañía. Se lo agradezco. Quizás podamos volver a estos temas si Ud. tiene interés en ellos. ¿Irá Ud. mañana a la iglesia?

- Con seguridad, le dije. Si estoy vivo.

- Y si Dios lo permite, agregó él muy seriamente”...........

martes, 5 de marzo de 2013

EL CONOCIMIENTO DE UNO MISMO. Jiddu Krishnamurti


Es muy importante, a mi entender, que seamos sumamente serios. Los que acuden a estas reuniones, los que asisten a diversas conferencias de este tipo, se creen muy formales y serios. Pero me agradaría descubrir qué entendemos por “ser formal”, “ser serio”. ¿Es formalidad, demuestra seriedad, eso de ir de un conferenciante u orador a otro, de un dirigente a otro, de un instructor a otro? ¿O que acudamos a diferentes grupos, o pasemos por diversas organizaciones, en busca de algo? Antes, pues, de empezar a averiguar lo que es ser serio, debemos ciertamente descubrir qué es lo que buscamos.

¿Qué es lo que busca la mayoría de nosotros? ¿Qué es lo que cada uno de nosotros quiere? Sobre todo en este mundo de desasosiego, en el que todos procuran hallar cierto género de felicidad, alguna clase de paz, resulta sin duda importante averiguar -¿no es así?- qué es lo que intentamos buscar, qué es lo que tratamos de descubrir. Es probable que la mayoría de nosotros busque alguna especie de felicidad, alguna clase de paz; en un mundo sacudido por disturbios, guerras, contiendas, luchas, deseamos un refugio donde pueda haber algo de paz. Creo que eso es lo que casi todos deseamos. Y así proseguimos, yendo de un dirigente a otro, de una organización religiosa a  otra, de un instructor a otro.
Ahora bien: ¿andamos en busca de la felicidad, o lo que buscamos es alguna clase de satisfacción de la que esperamos derivar felicidad? Hay una diferencia, por cierto, entre felicidad y satisfacción. ¿Podéis buscar la felicidad? Tal vez podáis hallar satisfacción; pero, ciertamente, no podéis encontrar la felicidad. La felicidad, sin duda, es un derivado; es un producto accesorio de alguna otra cosa. Antes, pues, de consagrar nuestra mente y corazón a algo que requiere gran dosis de seriedad, de atención, de pensamiento, de cuidado, debemos descubrir
-¿no es así?- qué es lo que buscamos; si es felicidad o satisfacción. Temo que la mayoría de nosotros busquemos satisfacción. Deseamos estar satisfechos, deseamos hallar una sensación de plenitud al final de nuestra búsqueda.

¿Podéis, empero,  buscar algo? ¿Para qué venís a estas reuniones? Por qué estáis todos aquí sentados,
escuchándome? Sería muy interesante averiguar por qué estáis escuchando, por qué os tomáis la molestia de venir desde largas distancias, en un día caluroso, para escucharme. ¿Y qué es lo que escucháis? ¿Procuráis hallar solución a vuestras dificultades y es por eso que vais de un conferenciante a otro, que pasáis por diversas organizaciones religiosas, leéis libros, etc.? ¿O tratáis de hallar la causa de toda la perturbación, la miseria, las contiendas y las luchas? Eso, por cierto, no exige que leáis mucho, que asistáis a innumerables reuniones, o andéis en busca de instructores. Lo que exige es claridad de intención, ¿no es así?

Después de todo, si uno busca la paz puede encontrarla muy fácilmente. Puede uno consagrarse ciegamente a alguna causa, a una idea, y hallar en ella un refugio. Eso, a buen seguro, no resuelve el problema. El mero aislamiento en una idea que nos encierra, no nos libra del conflicto. Debemos, pues -¿no es así?- descubrir qué es lo que cada uno de nosotros quiere, tanto en lo íntimo como exteriormente. Si esto lo vemos claro, no necesitaremos ir a parte alguna, recurrir a ningún instructor, a ninguna iglesia, a ninguna organización. De modo que nuestra dificultad -¿no es así?- estriba en aclarar para nosotros mismos cuál es nuestra intención. ¿Puede haber claridad en nosotros? ¿Y esa claridad nos viene indagando, tratando de averiguar lo que otros dicen, desde el más
elevado instructor hasta el vulgar predicador de la iglesia a la vuelta de la esquina? ¿Tenéis que recurrir a alguien para descubrir? Y sin embargo, eso es lo que hacemos, -¿no es así? Leemos innumerables libros, asistimos a muchas reuniones; y discutimos, ingresamos a diversas organizaciones, procurando con ello hallar un remedio al conflicto, a las miserias de nuestra vida. O, si no hacemos todo eso, creemos que hemos encontrado; esto es, decimos que una organización determinada, tal o cual instructor, determinado libro, nos satisface: en eso hemos hallado todo lo que deseamos, y en eso permanecemos, cristalizados y encerrados.

Debemos, pues, llegar al punto en que nos preguntemos, de un modo realmente serio y profundo, si alguien puede darnos la paz, la felicidad, la realidad, Dios, o lo que os plazca. ¿Puede esta búsqueda incesante, este anhelo, brindarnos ese extraordinario sentido de realidad, ese estado creador, que surge cuando realmente nos comprendemos a nosotros mismos? ¿El conocimiento propio nos llega mediante la búsqueda, siguiendo a alguien perteneciendo a determinada organización, leyendo libros, etc.? Después de todo -¿no es así?- ese es el principal problema: que mientras no me entienda a mí mismo, no tengo base para el pensamiento, y toda mi búsqueda será en vano. Puedo refugiarme en las ilusiones, puedo huir de la contienda, de la lucha, de la brega; puedo adorar a otro ser; puedo esperar mi salvación de otra persona. Mientras sea, empero, ignorante de mí mismo, mientras no me de cuenta del proceso total de mí mismo, no tengo base para el pensamiento, para el afecto, para la acción.

Pero esa es la última de las cosas que deseamos: conocernos a nosotros mismos. Y ese, por cierto, es el único fundamento sobre el cual podemos construir. Pero antes de poder construir, de poder transformar, antes de poder condenar o destruir, tenemos que saber lo que somos. De modo, pues, que el emprender la búsqueda y cambiar de instructores de “gurús”, la práctica riel “yoga”, los ejercicios de respiración, el realizar ceremonias, el seguir a Maestros y toda otra cosa análoga, es totalmente inútil, ¿verdad? Carece de sentido aun cuando las mismas personas a quienes seguimos nos digan: “estudiaos a vosotros mismos”. Porqué el mundo es lo que somos nosotros. Si somos mezquinos, celosos, vanos, codiciosos, eso es lo que creamos en torno nuestro, esa es la sociedad en la cual vivimos.

Paréceme, pues, que antes de emprender un viaje para hallar la realidad, para encontrar a Dios, antes de que podamos actuar, antes de que podamos tener relación alguna unos con otros -y eso es la sociedad- resulta por cierto esencial que empecemos por entendernos a nosotros mismos en primer término. Y yo considero persona seria a aquella a quien eso le interesa completamente, ante todo, y no cómo llegar a determinada meta. Porque, si vosotros y yo no nos entendemos a nosotros mismos, ¿cómo podremos, en la acción, operar una transformación en la sociedad, en la convivencia, en nada que hagamos? Y ello no significa, de seguro que el conocimiento propio se oponga a la convivencia o esté aislado de ella. No significa, evidentemente, acentuar lo individual, el “yo” como opuesto a la masa, como opuesto a los demás. No se si algunos de vosotros habéis intentado seriamente estudiaros
a vosotros mismos, vigilando toda palabra y las respuestas que ella provoca, vigilando todo movimiento del pensar y del sentir -observándolo, nada más- conscientes de vuestras respuestas corporales, sea que obréis movidos por vuestros centros físicos o por una idea: observando cómo respondéis a la situación mundial. No se si alguna vez y en alguna forma habéis ahondado seriamente esta cuestión. Tal vez de un modo esporádico, último recurso, cuando todo lo demás ha fracasado y os halléis fastidiados, algunos de vosotros lo hayan intentado.

Ahora bien: sin conoceros a vosotros mismos, sin conocer vuestra propia manera de pensad por qué pensáis ciertas cosas; sin conocer el “trasfondo” de vuestro “condicionamiento”, ni por qué tenéis ciertas creencias en materia de arte y de religión, acerca de vuestro país y vuestros vecinos, y acerca de vosotros mismos, ¿cómo podéis pensar verdaderamente sobre cosa alguna, Si no conocéis vuestro “trasfondo”, si no conocéis la substancia ni el origen de vuestro pensamiento, vuestra búsqueda resulta del todo vana, por cierto, y vuestra acción carece de sentido. ¿No es así? Tampoco tiene sentido alguno el que seáis americanos o hindúes, o que vuestra religión sea una u otra.

Antes, pues, de que podamos descubrir cuál es el propósito final de la vida, qué significa todo eso: las
guerras, los antagonismos nacionales, los conflictos, toda esa baraúnda, debemos ciertamente empezar por nosotros mismos, ¿verdad? Ello suena tan sencillo, pero es extremadamente difícil. Para seguirse uno mismo, en efecto, para ver cómo opera el propio pensamiento, hay que estar extraordinariamente alerta. Así, a medida que uno empieza a estar cada vez más alerta ante los enredos del propio pensar, ante las propias respuestas y los propios sentimientos, empieza uno a ser más consciente, no sólo de sí mismo sino de las personas con las que está en relación. Conocerse a sí mismo es estudiarse en acción, en la convivencia. Mas la dificultad está en que somos muy impacientes; queremos seguir adelante, queremos alcanzar una meta. Y a causa de ello no tenemos tiempo ni ocasión de brindarnos a nosotros mismos una oportunidad, de estudiar, de observar. O nos hemos comprometido en diversas actividades: ganarnos el sustento, criar niños, o hemos asumido ciertas responsabilidades en diversas organizaciones. Tanto nos hemos comprometido de distintas maneras, que casi no tenemos tiempo para reflexionar sobre nosotros mismos, para observar, para estudiar. De tal modo, la responsabilidad de la reacción depende en realidad de uno mismo, no de los demás. Y el seguir -como se hace en América y en el mundo entero- a los “gurús” y sus sistemas, el leer los últimos libros sobre esto o aquello, paréceme de una total vacuidad, absolutamente vano. Podréis, en efecto, recorrer la tierra entera, pero tendréis que volver a vosotros mismos. Y
como casi todos somos totalmente inconscientes de nosotros mismos, es en extremo difícil empezar a ver claramente el proceso de nuestro pensar, sentir y actuar. Y ese es el tema que voy a desarrollar en mis pláticas durante las próximas semanas.

Cuanto más os conocéis a vosotros mismos, más claridad existe. El conocimiento propio no tiene fin: no alcanzáis una realización, no llegáis a una conclusión. Es un río sin fin. Y, a medida que se lo estudia, que en él se ahonda de más en más, encuéntrase la paz. Sólo cuando la mente está tranquila -mediante el conocimiento propio, no mediante una autodisciplina impuesta- sólo entonces, en esa quietud, en ese silencio, puede advenir la realidad.

Es sólo entonces que puede existir la beatitud, que puede haber acción creadora. Y a mí me parece que sin esa comprensión, sin esa experiencia, el mero hecho de leer libros, de asistir a conferencias, de hacer propaganda, es del todo infantil; es una mera actividad sin gran significación. Por el contrario, si uno logra comprenderse a sí mismo, y con ello realizar esa felicidad creadora, esa vivencia de algo que no es de la mente, entonces, tal vez, puede haber una transformación inmediata en la convivencia alrededor nuestro, y, por lo tanto, en el mundo en que vivimos.